25/1/09

EL RANCHO DE DOÑA LOLA



Si me conformara con un cliché, debería decir :“Aquél rancho apenas si se podía sostener en pie”, pero no pasaría de ser un recurso literario para contar una historia, embellecedor aunque nada sincero. Y ustedes tendrían todo el derecho de mandarme a plantar boñatos porque a nadie le gusta que le mientan.

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Lo cierto es que, por más que el rancho de Doña Lola te anunciaba para qué lado soplaba el viento por la inclinación con que se recortaba en el paisaje de aquella quinta de la Villa Peñarol, a la altura de Coronel Raíz 1786, se erigía en un auténtico milagro de la arquitectura folkórica.

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No me pregunten cómo era posible, pero las más violentas tempestades con que el viento sur trató de empujar aquél Montevideo viejo, apenas si le hicieron cosquillas a tan modesta construcción.

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Algunos bloques, un poco de chapa y terrón, puertas de madera de doble hoja que se podían trancar con aldabas, piso con baldosa de ladrillo, cielorraso de madera y techo liviano de chapa en una parte y de quincho en la otra.

No estaba a simple vista.

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Había que entrar por un sendero largo y angosto de unos veinticinco metros bordeado por una hilera de verdes paraísos y cañas a la izquierda y custodiado por un murito de ladrillo a la derecha. Si ustedes miraban desde la calle podían ver una simple entrada y casas “normales” a los costados: la bicicletería del Viejo Carlos a la izquierda y la casa de la maestra a la derecha.

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Aparentemente, una cuadra como cualquier otra en una ciudad, pero cuando terminabas de recorrer ese caminito, se te abría otra dimensión, otro mundo escondido, porque la quinta ocupaba toda la panza de la cuadra y era enorme.

Poca gente entraba, porque “Cacique” era un perro muy famoso en el barrio. Terrible hijo de puta. Te masticaba sin miramientos y cuando los milicos lo iban a buscar desaparecía como tragado por la tierra. Medio tupamaro aquél bicho. Mediano, negro y rabón. Dicen que tenía cruza con doberman.

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Doña Lola era una viejita arrugada, de baja estatura y menudita. Siempre la recuerdo de riguroso luto, pollera negra hasta los tobillos, zapatillas rancheras negras, pañuelo en la cabeza y manos callosas con dedos corazón. Oriunda de Melo –Departamento de Cerro Largo- era muy trabajadora y le encantaba la tierra, los pollos, los perros, los árboles y el pedacito de campaña que se había construido en la capital. Repartía el trabajo entre su quinta y un empleo como doméstica de medio tiempo, y cobraba una pensión militar de su finado esposo que fue cabo del ejército. Hablaba portuñol y, junto con mi hermano, llegamos a la conclusión de que era flor de mentirosa. Les juro que te acalambraba. Era exagerada, supersticiosa, altanera, cabezadura y llena de prejuicios. Con todo, crió a varias generaciones. Cada vez que alguna de la familia se divorciaba o se convertía en madre adolescente, le enchufaba los gurises a ella. Y se hacía cargo.

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Con mi hermano la toreábamos. Era nuestra bisabuela. Por ejemplo, Nino le preguntaba “A ver, abuela…¿cómo era eso de que tu tío se zambulló en una laguna y respiraba por una caña pa escaparse de los colorados?” Y yo seguía chichoneándola “Pero lo que no me explico es cómo hizo pa revivir si lo habían matado en un duelo criollo antes de la revolución.”

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“¡Ha! ¡Vai em vora rapae! Esto guríe de ahora…nao pode se falar em serio com eles!” (aclaro que mi transcripción es aproximada, porque no le entendíamos un pomo cuando estaba enojada).

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Además, cuando empezamos a estudiar, y ya sabíamos que la revolución había sido en 1904, no nos daban las cuentas, a menos que ella fuera una lancera de cinco años. Como nos las “anécdotas” que nos contaba eran tan vívidas, es probable que sus protagonistas verdaderos hayan sido personas de la familia que ella realmente conoció.

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Mis padres se volvieron a mudar. Yo no quise cambiar de escuela otra vez, y así la abuela Lola –una vez más- se hizo cargo de otro miembro de la familia. Esta vez, para que pudiera hacer quinto y sexto año en la escuela Nro. 166.

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Yo andaba siempre vestido “a lo nieto de Doña Lola”, es decir, con ropa muy humilde: alpargatas, vaquero grande porque el pantalón muy ajustado era “ropa de pituco” (vg.: amanerado), camisa blanca que ella obligaba a llevar prendida hasta el último botón con prohibición de remangarse, y para adornar todo aquello, un corte de pelo medio americano con jopo made in “Peluquería de Don Cejas”. En pleno apogeo de la música disco, si bien bien me convertí en centro de burla para todos los compañeros de clase, aprendí el mecanismo autodefensivo de reírme de mí mismo. Así que no fue tan dramático. También me sirvió para formar un temperamento independiente ya desde muy temprana edad.

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En este momento, seguramente no me resultaría difícil pasar varias horas escribiendo de aquél fantástico mundo de Doña Lola, pero creo que los aburriría, no sé si podría transferirles lo que siento cuando pienso en aquello que hoy día me parece otra vida, como si lo hubiera visto en una película o lo hubiera vivido otra persona.

¿Dónde estarás ahora, abuela? Hace mucho tiempo dejé de sentir el olor y el gusto del café con farinha. Hace mucho tiempo que no veo a un niño comiendo huevo batido. Las historias que nos contabas son de un Uruguay que ya no existe. ¡Qué no daría por ver tu reacción al ponerte frente a una de estas maquinitas! ¿Te acordás que no teníamos televisión? ¿Te acordás cuando a regañadientes aceptaste comprar la radio para que yo pudiera escuchar el mundial? ¿Te acordás de las revistas de “Intévalo”, “El Tony”, “Mi novia y yo”? ¿Te acordás cuando me pedías que te leyera y releyera el libro de historia de H.D.? De vos aprendí ese patriotismo inocente que todavía llevo conmigo para vengar a la muerte, para sentirte más viva.

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Nunca más volví al lugar en donde estaba el rancho y la quinta. No quiero saber cómo es ahora Coronel Raíz 1786. Prefiero creer algún día me voy a ver obligado a dar una vuelta por el barrio Peñarol y aprovecharé para pasar a saludarte y tomar unos mates con cedrón.

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Aquél sábado de mañana papá me vino a buscar para llevarme a pasar el fin de semana en Barros Blancos, dónde vivían mis padres y mi hermano. La abuela Lola estaba en su empleo de doméstica en la casa de los XXXX y mientras mi padre esperaba en el rancho, me pegué una escapada para avisarle a la abuela que me iba y le dejaba la llave en el lugar más seguro del mundo: la cucha de Cacique.

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Contento como siempre que papá me visitaba, salí tan rápido que me chiflaban los talones, llegué corriendo con mis alpargatas flequilludas, mis once años, mi vaquero todo sucio de trepar árboles para juntar guayabas y mi cara un poco tiznada por la costumbre de arrancar un choclo de la quinta y meterlo en el fogón para que se asara.

Jadeando, golpee las manos detrás del portón de hierro. Nada. Pegué el grito “¡Abuela Lola!” Nada. Golpee y grité varias veces más con idéntico resultado. Papá me esperaba, así que me atreví a abrir el portón para llegar hasta la puerta de la casa y golpear allí. Esperé un rato. Volví a golpear. Tampoco me atendían. Entonces, decidí ir hasta el costado de la casa donde había un corredor, porque me pareció que podían estar en el fondo. Allí, golpee las manos de nuevo.

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De pronto, se asomó un señor de mediana edad y muy bien vestido. Cuando me vio, se transfiguró violentamente. Quedé congelado. Arremetió en mi dirección como si me fuera a atropellar y con el rostro desencajado. Gritó en tono muy agresivo. “¡Qué hace usté acá pedazo de basura! ¡Insolente! ¡Haga el favor y se manda mudar inmediatamente bichicome de mierda! ¡Qué se piensa!” “¡Retíresé, atrevido!” y repetía toda clase de insultos mientras yo reculaba aterrorizado rumbo al portón de calle.

Toda mi alegría se había convertido en una mezcla de susto, desconcierto y humillación.

Cuando estaba a punto de traspasar el portón más empujado por aquel señor que por propios medios, desde el fondo emergió una señora mayor que le alcanzó a decir “¡Dejálo…! ¡Dejálo tranquilo!” El hombre, con gesto extrañado giró la cabeza en dirección a la señora y ésta le aclaró: “Es el nieto de Doña Lola.”

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“¡Ah…! Y yo qué sabía…”, atinó a decir aquél sorete de mierda y se sumergió rumbo al fondo de la casa sin ni siquiera dirigirme la mirada. ¿Pedir disculpas o algo así…? Bien, gracias.

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No quise pasar. “No…doña…no se moleste…dígale a la abuela que papá me vino a buscar, nomá.”

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“Bueno, m’ijito…vaya tranquilo que yo le digo.”

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Y me fui.

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¡RRRiiiiiiiinnnnngggggg!

¡RRRiiiiiiiinnnnngggggg!

¡Cómo me fastidia que me toquen el timbre cuando estoy así! Recién levantado a las once de la mañana de un fin de semana, impresentable, sin afeitar, vestido con la primer porquería que se me haya puesto a mano y sentado en la reposera con el mate en una mano y entusiasmado en la abstraída lectura de un libro que tengo en la otra. Después de que con mis pensamientos mando a la madre que lo parió a quien sea que se le haya ocurrido molestarme, largo trabajosamente lo que tengo en mis manos, trato de levantar el traste para reincorporarme, estiro de apuro las piernas medio dormidas y me lanzo a la aventura incierta de revolver todo para ver dónde dejé las llaves. ¡RRRiiiiiiiinnnnngggggg! “¿Dónde miércoles dejé las llaves?” es la frase que más repito cuando estoy en casa. Por acá no…por allá tampoco…a ver, aver… ¡RRRiiiiiiiinnnnngggggg! Por fin las encuentro, me dirijo a la entrada y con ellas repaso todos los cerrojos que me aislan de la “sensación térmica” del Ministerio del Interior. ¡RRRiiiiiiiinnnnngggggg! En medio del recorrido de cerraduras, me aturde otra serie de insistentes timbrazos que me colman la paciencia y me ponen definitivamente violento. ¡RRRiiiiiiiinnnnngggggg! Me repiquetean las sienes y una ansiedad me gana el estómago.

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Estoy contrariado…muy contrariado.

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Por fin abro.

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Del otro lado, un jovencito me dice algo. Es como si todo ocurriera en cámara lenta. Completamente obnubilado por la bronca que tengo, ni siquiera presto atención a si me está pidiendo un cacho de pan, o un brillo para el jugo de gomivalla o si es un testigo de Jehová que me quiere vender la revista “Despertad” o si se trata de cualquier otro molesto e inoportuno visitante de casas ajenas en un puto fin de semana cuando lo que más querés es sentirte felizmente aislado del universo.

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Lo único que me pasa por la cabeza es rajarlo de una buena puteada que ya tengo en la punta de la lengua y que descongestionará esta caldera de lata a punto de estallar que es mi estado de mal humor.

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“¡¿Por qué m... no te agarrás ese dedo índice y te lo metés en el ...que me venís a romper los .... un fin de semana cuando los que no somos anormales como vos estamos descansando?!”

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¡Flash! ¡Shcruuuummmble!.

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Un relámpago me cae en el balero y chicotea las neuronas seguido de un trueno que dice algo…sí…algo que me suena bastaaante familiar.

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“¡Dejálo…! ¡Dejalo tranquilo!”

“Dejálo…es el nieto de Lola.”

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“Sí…mijo. Buen día. ¿En qué te puedo ayudar?”



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